jueves, 10 de agosto de 2017

El Norte de repente.

Recobrar,
agua que irrumpe
en las esquinas del día,
espumeante y fiera,
palpando las paredes
del molde cotidiano.

Son más fáciles de evitar
las escaleras automáticas:
sus pulidos dientes
de madre consentidora
devienen insulto pueril
a la memoria de los acantilados.

No hay roce de helecho
ni arcaico siseo de roble
en el subsuelo de Madrid.
No hay sudor de hiedra
ni el crujir de los pasos
en la memoria de las acículas,
ni túmulos milenarios
en la hora punta del todo a cien,
de las conversaciones apresuradas
entre humos y codazos
en el tiempo del café.

Un vagón es un ataúd,
bosquejo de campo de concentración.

La memoria se rearma con aromas
de yodo, caracola y humus,
de fango y arrullo de arroyo
que se descuelga por líquenes
y fresco musgo.

La memoria es niebla que transporta
relinchos, valles, un lejano balido.

La memoria, llena de verde,
rescata el cuerpo de esta cárcel
de óxido y ruido,
asfalto y pez,
y ofrece licor de esmeraldas y tierra
que nos conduce, devoto y primigenio,
a la cordura y al saber parar a tiempo.

(Madrid, 2010)

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